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Solo se permite una pieza de equipaje de mano, no puede exceder de seis kilos, debe adecuarse a las medidas determinadas por la compañía y por cada bulto extra que se facture hay que pagar. Esta es la política de facturación de las compañías aéreas de bajo coste. En la pasarela que conecta el aeropuerto con la puerta de embarque al avión la gente no se mira entre sí, sino que están pendientes de los bultos con ruedas que arrastran. La preocupación es siempre la misma: entrar rápido, poder colocar la maleta en un compartimiento no muy alejado, sentarse para no tener que vivir la coreografía que acompaña la búsqueda del asiento, encajar el cuerpo en el espacio mínimo previsto y olvidarse de todo hasta que la cosa se ponga en marcha de una vez. La ceremonia de desembarque es parecida, todos salen con prisa o con el anhelo de estar ya por fin en esa ciudad de la que tanto se habla, Barcelona, y poder vivir en primera persona el sol, las tapas, las tiendas, las playas… En definitiva, la ciudad.

Durante una sesión de trabajo en Berlín, y a propósito de una reflexión sobre la transformación que se inicia a raíz de la reunificación de Alemania en 1989, Natascha Sadr Haghighian incide en la manera cómo, en ese peregrinar de trolleys del aeropuerto al centro de Barcelona –o de cualquier otra ciudad turística–, uno tiene la sensación de que todos contribuimos a alimentar un mismo sistema, independientemente de las razones que hayan motivado nuestro viaje. Turistas y no turistas crean un curioso espacio urbano donde construcción cultural y consumo van de la mano. En concreto, la artista alude al creciente número de profesionales del ámbito «creativo» –músicos, arquitectos, diseñadores, etc.– que se desplazan para realizar su trabajo, o a los artistas que toman la decisión de irse a vivir a una ciudad donde no hay oportunidades, pero que hasta hace muy poco era una de las más asequibles de Europa, y al flujo constante de entrada y salida de la ciudad que conlleva este hecho.

De vuelta en Barcelona, el ruido de las ruedas del equipaje de mano sobre los adoquines y el pavimento urbano comparte protagonismo con la botella de agua. Ambos objetos interactúan en la instalación de Haghighian en la Capella MACBA: una maleta que se mueve muy lentamente pasa por encima de una botella de agua de litro y medio. Parece haber caído sobre ella por accidente; la botella se ha salvado de ser aplastada por el peso del cuerpo del equipaje, pero ha quedado atrapada por las varillas metálicas del asa extensible. A la sorpresa ante esta extraña banalidad en el contexto de un espacio de arte, se suma la sensación de que los objetos no parecen tener dueño; por tanto, ya no son sino trastos que pertenecen a otro mundo, a otro contexto, al entorno inmediato de la Capella, pero no a este lugar. La lentitud con la que se arrastra la maleta le resta dramatismo a la escena, hasta que nos percatamos de que este movimiento es el origen del sonido que se oye en todo el espacio. De hecho, junto al lugar «del accidente» hay un micrófono que capta el crujir del plástico de la botella y un ordenador se encarga de emitirlo en directo por ocho canales de audio. Los altavoces están distribuidos en las capillas laterales. No todos suenan a la vez, de modo que se crea un efecto de respuesta entre ellos, un eco.

Es un modo sutil de plantear las cuestiones mencionadas sin necesidad de representar ninguna de ellas. Tiene sentido huir de la representación, obligarnos a pensar en todos estos temas sin reducirlos a una imagen, sin subsumir el mensaje en un par de frases que faciliten su comprensión. Actualmente, hay quienes sospechan que es importante volver a despertar la «conciencia del caso extremo». Tal vez se ha pasado por alto la eficacia política de ver al enemigo como tal y aceptar que la «hostilidad» y la exposición a la «hostilidad» son necesarias para una nueva interpre - tación de la vida pública. Una botella de agua mineral es solo eso, un artefacto banal bajo un micrófono que amplifica el sonido de un material inerte en un espacio vacío. Un ruido asfixiante que ocupa la totalidad del espacio y que nos convierte en oyentes de un sonido artificial aleatorio que no invita, expresa mente, a diálogo alguno. Esta botella no es una propuesta; es un pequeño escenario hostil que nos incita a pensar en otros escenarios sobre los que no tenemos ningún control. O tal vez sí.

En la capilla lateral –conocida como Capilla Renacentista– la artista ha incluido una imagen de una fuente muy particular en la historia de la ciudad, con la que ha querido referirse a un importante hecho histórico: la «liberación» del agua durante la guerra civil. En concreto, la colectivización de la Sociedad General de Aguas de Barcelona (SGAB) que se produjo de 1936 a 1938 y que propició la extensión de la canalización de agua potable a los barrios más pobres de la ciudad, además de garantizar la gratuidad del agua. La imagen muestra a un ciudadano abasteciéndose de agua libremente, y está acompañada por un fragmento de un texto ya clásico de George Orwell, Homenaje a Cataluña, en el que el autor describe esta escena. Es un gesto simple relacionado con un esfuerzo, el de la lucha por la supervivencia en mitad de una contienda bélica, en un momento en el que la ciudad está sitiada.

No muy lejos de esa imagen, un objeto. Una fuente realizada con un material insólito: una pila de catálogos de IKEA. Catálogos que parecen todos iguales y lo son, excepto por el hecho de pertenecer a países distintos: Alemania, España –con sus versiones en castellano y en catalán–, Francia e Inglaterra. Idénticos, como las botellas de agua, pero distintos, adaptados ligeramente al consumo de cada Estado, de cada nación. IKEA. El lema histórico de la compañía, Everything beautiful for everyday life («Belleza para la vida cotidiana»), hoy reconvertido en A better everyday life («Una vida cotidiana mejor»), daba cuenta de la intención de producir no solo utensilios básicos, menaje de cocina, vajillas y muebles, para el mayor número de personas posible, sino de hacer que esos objetos fuesen bonitos, que respondiesen a criterios estéticos a la vez que funcionales. Como el agua, el diseño debía fluir en una sociedad democrática en la que la diferencia entre clases fuese cada vez menor, en la que los códigos de representación que significan los objetos fuesen los mismos para todos. Un modelo de racionalización de los objetos de primera necesidad, del mismo modo que el embotellado del agua hace innecesaria la existencia de las fuentes públicas.

La obra de Natascha Sadr Haghighian analiza los mecanismos que producen y alteran nuestra forma de representar, desde una imagen hasta una cuestión. La representación es una forma de ordenar los elementos de lo real para asimilarlos «de un golpe». Oponer resistencia a ese sistema de sumarios o analizar cómo funciona supone investigar un modelo de pensamiento heredado de la Ilustración: la deducción. Occidente privilegia el pensamiento convergente, esto es, la búsqueda de una solución a todo problema, la reducción a una causa, a una imagen que «plasma» una cuestión. Sin embargo, el pensamiento divergente, la capacidad de indagar en más de una solución ante un problema concreto, implica un cambio en la lógica no solo de cómo llegar a una idea, sino también de cómo emerge una imagen, un argumento o la misma práctica artística.

Exposición comisariada por Chus Martínez, organizada por el Museu d'Art Contemporani de Barcelona (MACBA) y coproducida con la Fundación Han Nefkens

Con la participación de:
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